
WALTER DOTI
@walterdotiProfesor en Filosofía por la U.N.M.d.P.
Docente de la U.A.D.E. y en diversas instituciones secundarias, terciarias y universitarias.
Becario doctoral del CONICET.
Docente en talleres de Filosofía, Etica, Creatividad, Técnicas Narrativas y de Estudio y Pensamiento Crítico.
Divulga de su disciplina en medios de comunicación gráficos y audiovisuales.
Mentor sobre el Futuro de las Empresas y Ciudades.
LAS ALARMAS DE LA LICENCIADA SOLEDAD ACUÑA. SOBRE LA PROHIBICIÓN DEL LENGUAJE INCLUSIVO EN C.A.B.A.
Todo comenzó con una sagaz exigencia. Hace unos años, y a propósito de una llegada cada vez más asidua de mujeres al Poder Ejecutivo en repúblicas occidentales, el término “presidente” - tranquilo hasta ese momento en su habitual quietud amparada en el machismo - comenzó a ponerse en cuestión. Las nuevas jefas de Estado comenzaron a reclamar para sí el uso de la palabra “presidenta”, que mejor ponía de relieve el hecho, tan poco frecuente, de que el género femenino bien podía estar al frente de la toma de decisiones que afectan a una sociedad...
Por Walter Doti

Todo comenzó con una sagaz exigencia. Hace unos años, y a propósito de una llegada cada vez más asidua de mujeres al Poder Ejecutivo en repúblicas occidentales, el término “presidente” - tranquilo hasta ese momento en su habitual quietud amparada en el machismo - comenzó a ponerse en cuestión. Las nuevas jefas de Estado comenzaron a reclamar para sí el uso de la palabra “presidenta”, que mejor ponía de relieve el hecho, tan poco frecuente, de que el género femenino bien podía estar al frente de la toma de decisiones que afectan a una sociedad. Pero esta reivindicación desató una catarata de efectos que tienen su capítulo más reciente en la decisión del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de prohibir el lenguaje inclusivo en los ámbitos académicos que están bajo su jurisdicción. ¿Cómo se dio esta evolución? ¿Qué hay detrás de esta consecuencia tan reaccionaria?
Una evolución velocísima
Llamar “presidenta” a la máxima autoridad del Poder Ejecutivo de una República fue solo el principio. Pero reparar en la necesidad de subrayar lo que el lenguaje parecía diseñado para ocultar, continuó en la advertencia respecto al modo en que generalizamos: no importa si en un grupo hay treinta mujeres y un solo hombre, las reglas gramaticales nos dictan que debemos referirnos a estas personas como “ellos”, en masculino. Y entonces, la denuncia de esta tremenda inequidad lingüística creó la mención del “todos y todas”, modo de enfatizar y visibilizar la presencia de lo femenino. Todo esto, a su vez, despertó consciencias y movilizó espíritus a favor de una idea que se oponía al modo habitual de comprender el lenguaje. Porque, en efecto, el sentido común nos hace pensar que es la realidad la que define al lenguaje y no el lenguaje a la realidad. Pero, si ahora el uso de una “a” donde antes había una “e” posibilitaba destacar el rol de lo femenino en la política; o bien, si en vez de usar la palabra “todos”, la apelación también a “todas” ponía de relieve una presencia invisibilizada (aun cuando fuera mayoritaria), entonces tal vez esto fuera indicio de que el lenguaje puede cambiar nuestro modo de pensar. Por eso se fue por más y así apareció el lenguaje inclusivo: “x” por doquier para reemplazar a las tradicionales y binarias aes y oes; la creación de palabras como “chiques” o “alumnes”, que debían adecuarse en género y número a sus correspondientes artículos (pues no era posible hablar de “amigues” utilizando “las” o “los”, sino “les”); y hasta la insistencia en utilizar pronombres y determinantes sin género: decir “quienes no cumplan las leyes”, por ejemplo, en vez de “los que no cumplan las leyes”. Todas formas a las que nuestros ojos y oídos no estaban – y en muchos casos siguen sin estar – para nada acostumbrados.
La concepción esencialista del lenguaje y la apelación a la Real Academia Española
Como era intuible, las reacciones no se hicieron esperar. Y fueron - (y siguen siendo), hay que confesarlo - resistencias extremadamente vehementes. En efecto, para mucha gente invertir la direccionalidad tradicional de los vínculos causales entre lenguaje y realidad (pensar que el lenguaje no es un reflejo de la realidad, sino que puede constituirla, modificarla), resulta un asunto intolerable. Tanto así que la semana pasada la ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, Soledad Acuña, decidió prohibir estas prácticas discursivas en las escuelas porteñas. Esto es bien extraño, porque en última instancia es una cuestión teórica propia de las preocupaciones de filósofos del lenguaje o de lingüistas extravagantes, pero a priori muy lejana de la cotidianidad, de los asuntos de todos los días. Sería algo así como hallar una indignación popular con movilizaciones y marchas contra el “giro copernicano” que Kant anunció en la Crítica de la Razón Pura y según el cual no es el sujeto el que debe adaptarse al objeto en la relación de conocimiento, sino este a aquel. Ninguna de estas cosas parece algo que pueda desvelar a ningún comerciante ni a ninguna profesora de educación física que esté en sus cabales. Por eso es necesario pensar que semejante reacción contra el lenguaje inclusivo encierra otra cosa. Trataremos de analizar qué.
Para entender qué es lo que molesta tanto, tendremos que sumergirnos hasta hallar los fundamentos en que se basan estas posiciones y que, tal vez, aparezcan ocultos hasta para sus propios promotores. Y uno de estos supuestos podría tener que ver con una confusión muy frecuente respecto al lenguaje, que entiende a este como compuesto por signos en vez de por símbolos. Los signos tienen una relación natural con las cosas, siendo independientes de la voluntad de los hombres. Por ejemplo, el humo es signo del fuego. Pero el lenguaje, en realidad, está constituido por símbolos, cosa que significa que tiene una relación convencional con la realidad que representa. Concebirlo de una u otra manera implica una posición diametralmente opuesta respecto a la comprensión de este fenómeno. Así, para quienes el lenguaje contiene signos, las palabras que se usan en una lengua son las naturalmente apropiadas para hacerlo; mientras que otras palabras alternativas resultan erróneas al no aludir correctamente a la realidad. Este posicionamiento que el filósofo Rudolph Carnap denomina “concepción mágica del lenguaje” y que supone que el significado de las palabras está determinado por la realidad, siendo un reflejo de algún aspecto esencial de la misma, se denomina “esencialismo”. Aquí, habría un verdadero y único significado de las palabras y estas reflejarían la esencia verdadera de las cosas. Desde este punto de vista, la posibilidad de usar una palabra no depende de ciertas reglas consensuadas por los hablantes, sino de la forma objetiva que tiene el mundo, la realidad. Las sociedades, por caso, tendrían ciertas características distintivas, ciertas propiedades inmanentes, que el lenguaje, las palabras, deberían reflejar. Y cambiarlas – modificar su uso, su sentido, variar las reglas gramaticales, alterar la sintaxis, etc. – sería tanto como brindar una imagen deformada de las cosas, expediente que resulta inaceptable.
Pero no hay que creer que este concepto esencialista del lenguaje está librado de tintes ideológicos. Por el contrario. Defender una tal posición supone, al mismo tiempo, aceptar, resguardar y promover ese orden de cosas que reflejaría el lenguaje y que se supone objetivo y correcto. Un orden de cosas, una forma de organización de la realidad, que implica jerarquías y privilegios asumidos como naturales, como esenciales e inmodificables. Por eso, la idea de que el lenguaje se modifique asusta. Porque abre la puerta a que se dé una dispersión de sentidos, una modificación de una cierta estructura de las cosas, una ruptura de las estratificaciones sociales ya fosilizadas, que resulta peligrosa tanto para quienes se benefician de ella, como para los postergados que se han habituado y han asumido como “lógicas” sus posiciones de relegamiento. Y entonces se apela a alguna instancia que permita anclar el lenguaje, al veredicto de instituciones que señalen lo que es correcto y lo que no lo es, lo que se puede decir y lo que no puede ser dicho. Por excelencia, la Real Academia Española, cuyo nombre adjetivado engaña porque parece referir a lo verdadero, a lo auténtico; al criterio indiscutible (real) que definiría objetivamente cómo debe ser nuestro idioma. Pero, claro está, lo “Real” de esta institución ibérica tiene que ver con su vínculo con la realeza y no con el carácter de veracidad de sus dictámenes. No define lo cierto, sino lo que determina como preferible para sus intereses una de las entidades políticas existentes más conservadoras. Se enojan los opositores del lenguaje inclusivo y nos recuerdan que en español existen los participios activos como derivados verbales. Que el participio activo del verbo atacar, es atacante. El de sufrir es sufriente; el de cantar, cantante. Y que por ello está claro que la persona a la que le toca presidir se le debe decir presidente, independientemente de su género. Pero el enfado y la incomodidad es tan grande que se olvidan de recordar que lo mismo podría decirse de otra palabra por la que no se ha visto levantar ninguna bandera. Nos referimos a “sirvienta”. Sobre esta palabra no hay discusión gramatical; a lo sumo, la recomendación de ya no utilizarla por haberse cargado, con el tiempo, de connotaciones negativas que mejor hacen preferible el uso de algún eufemismo (llamémosla “muchacha”, para que Betty no se ofenda).
La molestia por “presidenta” y la indiferencia por “sirvienta” revelan a las claras que los escándalos por el uso del lenguaje no tienen que ver con una defensa del idioma castellano, sino con la negativa a modificar los ordenamientos sociales y las posiciones ideológicas que el lenguaje ayuda a consolidar. Porque – como dijera Bourdieu – quien “nomina, domina”. Y los beneficiarios del dominio no están dispuestos a que nadie tome el control sobre su capacidad de nominar. Nos dicen que no hace falta cambiar la “e” cuando interpelamos a un grupo mixto de jóvenes, pues convocarlos diciendo “chicos” ya incluye a todos los géneros. Pero parecen olvidar que ese mecanismo es una convención, es decir, una decisión arbitraria e interesada tomada por muchos. Una decisión que, por el mero hecho de elegir uno de los géneros por sobre el otro, evidencia una preferencia, una categorización, siempre tendenciosa. Y es posible decir más: hoy en día la propia R.A.E. recomienda el uso del término “presidenta”. Se ve que la licenciada Acuña es más realacademista que la propia Real Academia.
El lenguaje puede cambiar el mundo
Las palabras – que expresan ideas y conceptos - pueden cambiar nuestra forma de ver el mundo. Es útil pensarlas, no como espejos que reflejan el modo en que son las cosas, sino como lentes a través de los cuales filtramos la realidad. Un buen ejercicio crítico es analizar la lente misma; observar hasta qué punto condiciona el modo en que comprendemos lo que tenemos delante de nuestra vista. Porque, así como la realidad se vería azulada si contáramos con anteojos con vidrios de ese color, igualmente ocurre con el lenguaje: este modifica nuestro modo de pensar. En el alemán y el español, por ejemplo, a las palabras se les adjudica un género, cosa que no sucede en el inglés. Si tomamos la palabra “puente” veremos que es masculina en nuestro idioma, pero femenina en alemán (“die Brücke”). Esta diferencia hace que los germanoparlantes tiendan a describir los puentes enfatizando cualidades habitualmente atribuidas al género femenino, como hermosa o elegante; mientras que quienes hablamos español hagamos hincapié en otras características que por lo general se vinculan a la masculinidad, como resistente o extenso. De modo que la gente que usa diferentes lenguajes prestará atención a cosas diferentes, siendo el lenguaje una guía para nuestro razonamiento acerca de cómo interpretar los fenómenos. Otro caso son los colores. Tenderíamos a pensar que, contando con unas células detectoras de la luz (conos y bastones) sanas en nuestros ojos, todos deberíamos percibir las mismas tonalidades. Pero la ciencia ha demostrado que, aun aceptando que la información que llega a nuestras retinas sea la misma en todos los casos, la interpretación que hacemos de ella difiere grandemente, entre otros motivos, por cuestiones lingüísticas. En efecto, las culturas que tienen solo una palabra para el verde y para el azul (los Himba, del norte de Namibia, por ejemplo) están casi impedidas de diferenciar manchas de estos dos colores. Y, por el contrario, en aquellas lenguas como la rusa, donde hay dos palabras para el azul (goluboi, para el azul claro y siniy, para el oscuro), los hablantes pueden discriminar mejor y más velozmente las diferencias entre distintos tipos de tonos de ese color.
El miedo al lenguaje inclusivo
El lenguaje es algo vivo, orgánico, en perpetuo cambio. El lenguaje lo definen sus hablantes de modo natural. Querer determinarlo artificialmente, imponiendo modos o prohibiéndolos, sería tanto como intentar congelar un río: quizás se pueda lograr el objetivo por un tiempo, pero lo que obtendremos ya no sería un río. Porque lo propio de un río es fluir y lo específico de una lengua es variar, modificarse. De hecho, todo el tiempo estamos creando palabras que cambian nuestra lengua: juntando dos vocablos independientes para poder designar un nuevo objeto o fenómeno (“paraguas”, “sobremesa”), tomando un fragmento de una y otra parte de otra, con igual objetivo (“otrora”, que resulta de “otra” y “hora”), cambiando su función (de sustantivo a verbo, como en “icardear”), incorporando extranjerismos (“googlear”, “aplicar a una beca” (en vez de postular)) o bien, convirtiendo en palabras algunas siglas (“Sida”, “Onu”), entre otros mecanismos.
Con las modificaciones lingüísticas se pueden expresar ideas nuevas, se puede mejorar la comprensión de un concepto y hasta se puede lograr que se repare en cosas que antes no se veían tan solo por no contar con una palabra para designarlas. Es curioso que la prohibición del lenguaje inclusivo venga entonces de una gestión que tiene la modernización como insistente bandera, que ha acuñado hermosas piezas idiomáticas de colección como “subtrenmetrocleta” o “reperfilamiento de la deuda” y que denomine a la ciudad en la que ejerce su tarea como “CABA”. Habrá que concluir, entonces, que las alarmas de la licenciada Soledad Acuña no obedecen a un genuino conservadorismo que añora, errónea pero sinceramente, la vuelta a la pureza perdida del castellano. Lo que quiere restituirse con la censura al uso de prácticas idiomáticas igualitarias son los órdenes sociales que habilita y protege la herramienta más poderosa con que contamos para el tráfico de cosmovisiones: el lenguaje. El alboroto enorme que el cambio de un par de letras ha provocado desde el principio de su propuesta, revela que no se trata de un tontera accesoria, sino de una acción política que hizo blanco en un punto nodal; en el núcleo mismo donde se asienta el poder. Ladran, Sancho.
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