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Mar del Plata, Buenos Aires -

WALTER DOTI
@walterdoti
Profesor en Filosofía por la U.N.M.d.P.
Docente de la U.A.D.E. y en diversas instituciones secundarias, terciarias y universitarias.
Becario doctoral del CONICET.
Docente en talleres de Filosofía, Etica, Creatividad, Técnicas Narrativas y de Estudio y Pensamiento Crítico.
Divulga de su disciplina en medios de comunicación gráficos y audiovisuales.
Mentor sobre el Futuro de las Empresas y Ciudades.


Ni los pollitos son amarillos, ni las manzanas son rojas, ni el cielo es azul


¿Quién pondría en discusión algo tan claro e indudable como que las cosas son del color del que son? Bueno, ¿Qué tal un filósofo?
Walter Doti


Los filósofos repiten a menudo que el fenómeno de la existencia es tan extraño que nada en él es tan evidente como podría parecer en primera instancia. De hecho, hay quien define a la filosofía precisamente como el “análisis de lo obvio”, arguyendo que muchas veces no examinamos algunos asuntos por considerarlos obvios, cuando en realidad nos parecen obvios solo porque no los estudiamos exhaustivamente. Por ejemplo, ¿Quién pondría en discusión algo tan claro e indudable como que las cosas son del color del que son? Bueno, ¿Qué tal un filósofo?


John Locke nació en Wrington, Inglaterra, en 1632. Y a pesar del tiempo pasado desde su muerte en 1704, hoy muchos adolescentes que avanzan en la vida montados en la moda de una propuesta político-económica que mal comprenden, saben de su existencia a propósito de su fama como uno de los “padres del liberalismo clásico”.  Pero no es de púberes confundidos de lo que hablaremos hoy, sino de algunas de sus conclusiones relativas a la naturaleza del conocimiento humano. En efecto, como buen filósofo que fue, Locke se detuvo a pensar en problemas que para la gran mayoría de nosotros son inexistentes (tal vez esta sea, como estableció Schopenhauer, la marca de la genialidad: hacer centro en un blanco que para los demás no existe). Desde el sentido común, es claro que las cosas son como son, como se nos aparecen a la vista. No hay mucho más que decir. Si no hay nubes que lo tapen, el cielo será azul; en las manzanas deliciosas preponderará el rojo y salvo el malvado accionar de un perverso niño que lo usara como lienzo para probar distintas tonalidades de témpera, todo pollito hecho y derecho ostentará un plumaje amarillo. Pero también según el sentido común, el sol gira alrededor de la Tierra, la luna nos persigue mientras avanzamos con el auto en la ruta y los remos de un bote que surca un lago de aguas transparentes, se verán quebrados cuando estén debajo de su capa superficial. Tal vez, entonces, convenga desconfiar de las primeras impresiones, tal como lo hiciera Locke. 


Nuestro filósofo advirtió que cuando observamos un objeto cualquiera, lo que sucede físicamente es que nuestros ojos reciben y nuestros cerebros procesan, una onda lumínica que, proveniente de alguna fuente, rebota en aquel. De este modo, lo que nos aparece en nuestra “pantalla mental interna”, resulta de una interacción de ese objeto con el sujeto que lo observa. Los colores no pueden ser, entonces, propiedades solo de las cosas en sí mismas, sino el efecto que, en cada caso, ocurre en la mente del sujeto que las percibe. Un daltónico, por caso, podrá argüir que las manzanas deliciosas son verdes, mientras que un perro (si fuera cierto, como se dice, que estos buenos amigos del hombre ven en blanco y negro), juraría (si pudiera hacerlo) que son de un gris medianamente oscuro. E incluso nosotros mismos, desde un punto de vista diferente, o con una fuente de luz alternativa (v.g., violeta o negra) experimentaríamos un color distinto para la misma manzana. Ahora bien, ¿cuál de estas versiones podríamos decir que es la verdadera, la que refleja la cosa tal y como es? ¿Qué razón nos podría hacer preferir una opción sobre las otras? 


Locke se dio cuenta de que el modo en que las manzanas, los pollitos o el cielo nos aparecen en condiciones habituales, no describe propiedades de estas cosas en-sí, sino modos de percepción para-cada-quien. Para saber cómo es la realidad, entonces, no solo debo investigar cómo es esta, sino también cómo soy yo que la percibo. Todo lo que podemos decir – al menos en principio, pues otros pensadores hasta pondrán esto en duda – es que en el mundo hay cosas sobre las que rebotan ondas de luz de diferente longitud y frecuencia. Pero que eso se corresponda con ese fenómeno que denominamos rojo, amarillo o azul, no es algo inmanente a las cosas, sino un resultado de la decodificación que nuestro sistema de percepción realiza de esa información que impacta nuestras retinas. 


Si algo que parecía tan elemental como que los pollitos son amarillos, las manzanas son rojas y que el cielo es azul puede resultar falso, imaginemos cuán equivocados podemos estar respecto a asuntos mucho más complejos y huidizos como el modo en que deberíamos organizarnos idealmente en sociedad los seres humanos o cómo funcionan los fenómenos económicos. Tal vez si los adolescentes confundidos por doctrinas que mal comprenden, además de repetir como mantras algunas ideas sueltas de pensadores como Locke, tuvieran la chance de analizar sus textos en profundidad, podrían captar el significado real, el espíritu verdadero, de lo supone pensar críticamente: analizar hasta lo que parece más obvio; deconstruir hasta aquello que es exhibido y promovido como tan evidente como la propia ley de gravedad. Porque el fenómeno de la existencia es tan extraño que la humildad intelectual nos dicta ser cautelosos: hasta la ley de gravedad podría no funcionar como creemos. 


walterdoti76@gmail.com



Ni los pollitos son amarillos, ni las manzanas son rojas, ni el cielo es azul