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Mar del Plata, Buenos Aires -

WALTER DOTI
@walterdoti
Profesor en Filosofía por la U.N.M.d.P.
Docente de la U.A.D.E. y en diversas instituciones secundarias, terciarias y universitarias.
Becario doctoral del CONICET.
Docente en talleres de Filosofía, Etica, Creatividad, Técnicas Narrativas y de Estudio y Pensamiento Crítico.
Divulga de su disciplina en medios de comunicación gráficos y audiovisuales.
Mentor sobre el Futuro de las Empresas y Ciudades.


EL SANO HÁBITO DE LA DUDA


No es novedad para nadie que vivimos en una era donde la información es el capital más preciado. En otra época - no demasiado lejana - para conocer las noticias del día había que esperar hasta los noticieros de la noche, o al diario del día siguiente. Sin embargo, hoy ya amanecemos nadando en un mar de datos en el que flotan algunos hechos, pero también noticias falsas, declaraciones cruzadas y versiones de todo tipo. Y frente a esta densidad nunca antes observada, sentimos la necesidad de tomar partido, de exhibir nuestra opinión...
Walter Doti


No es novedad para nadie que vivimos en una era donde la información es el capital más preciado. En otra época - no demasiado lejana - para conocer las noticias del día había que esperar hasta los noticieros de la noche, o al diario del día siguiente. Sin embargo, hoy ya amanecemos nadando en un mar de datos en el que flotan algunos hechos, pero también noticias falsas, declaraciones cruzadas y versiones de todo tipo. Y frente a esta densidad nunca antes observada, sentimos la necesidad de tomar partido, de exhibir nuestra opinión o simplemente de “decir algo”. De repente, y sin que nadie pueda explicar el origen de nuestros posicionamientos, defendemos perspectivas como si hubiésemos adquirido un doctorado en coronavirus, en pericias forenses, en mecanismos de designación de jueces, en el descubrimiento de planetas habitables o en tratamientos contra la calvicie. Esto se vuelve aún más grave en el caso de los filósofos a quienes se recurre buscando respuestas contundentes y definitivas. Sin embargo, a pesar de una concepción popular bastante extendida que entiende la filosofía como el arte de dar respuestas ingeniosas sobre cualquier asunto, la esencia de nuestra disciplina consiste casi en lo contrario. Y para comprender esta afirmación vamos a viajar hasta el pasado remoto, para hablar de un filósofo muy conocido.


Ya en el siglo V a. C., Sócrates había notado esa tendencia de la gente a proferir opiniones sobre cuanto asunto apareciera a su consideración. Esta circunstancia lo asombraba particularmente, tanto más porque él mismo se sentía incapaz de hablar con tanta soltura de temas sobre los que reconocía una total ignorancia. Pero mucho mayor fue su asombro al enterarse de la anécdota de su amigo Querefonte, quien quizás motivado por la vanidad, había viajado hasta Delfos para preguntarle al famoso oráculo allí ubicado quién era el hombre más sabio de Atenas. Es legítimo pensar que si alguien se traslada para hacer semejante pregunta los ciento ochenta kilómetros que separan a la más famosa de las polis griegas de la ciudad que los helenos consideraban el centro mismo del mundo, esperará ser él mismo el protagonista de la respuesta. Pero este no fue el caso aquella vez, pues la pitonisa que canalizaba los mensajes del dios Apolo fue contundente: el hombre más sabio de Atenas no era otro que Sócrates. La cara de decepción del pobre Querefonte se nos aparece sin dificultad. Lo imaginamos desengañado comentándole la inesperada sentencia a su amigo el filósofo. Sócrates también quedó descolocado: ¿cómo podía haber dicho el oráculo que él, un ignorante confeso acerca de casi cualquier asunto, era el más sabio? Así, tal vez para no desmentir a Apolo, o tal vez por mera curiosidad, decidió averiguar qué tanto sabían los demás.


El ágora era la plaza pública de las polis griegas; el lugar donde se intercambiaban mercancías pero también, argumentos. Por el ágora pasaban el pescador y el magistrado, el esclavo y el atleta; las mujeres, los niños y todos los actores de la vida comunitaria. Y allí fue Sócrates a intentar develar el misterio del oráculo acerca de su supuesta sabiduría. Como un molesto tábano, comenzó a indagar para conocer hasta dónde llegaban los límites del saber ajeno. Preguntó a los jueces, entonces, qué era para ellos la justicia. Pero no pudo obtener más que lugares comunes que se desmoronaban ante el análisis de casos borrosos que hábilmente pergeñaba nuestro filósofo. Preguntó a los soldados qué era el valor. Después de todo, si alguien debía tener presente ese concepto, estos serían los que dedicaban su vida a las artes militares. Pero tampoco ellos lograban ser precisos en sus definiciones. ¿Sabrían algo con certeza los artesanos, tal vez? Al dialogar con ellos descubrió que estos sí tenían claras las bases de su actividad. Pero rápidamente su esperanza mutó en desencanto, pues Sócrates notó con sagacidad que el dominio en este campo los hacía sentirse autorizados injustificadamente para expedirse sobre cualquier otro tópico. En definitiva, nadie sabía nada. Y para peor, tampoco eran conscientes de esa ignorancia. Pero al instante, con esa noticia, el mensaje del oráculo (que nunca es diáfano)
se le volvió revelación: él era el hombre más sabio de Atenas porque era el único que sabía que no sabía; era el único enterado de su propia ignorancia. “Sólo sé que no sé nada”, la famosa sentencia socrática que proviene de esta historia, entonces, más que una declaración de humildad, es la expresión de una superioridad basada en el reconocimiento de lo que no se sabe. La sabiduría se identifica con poder aceptar los límites de nuestra ciencia acerca del mundo. Por eso Sócrates es reconocido como el philo-sophopor excelencia. Mientras que para los griegos el sophósera el sabio - el pretendido detentador de un conocimiento acabado - el philo-sophósera el que demostraba amor (philos) por la sabiduría (sophía). Un amor que debe ser comprendido como deseo. Porque el deseo es la manifestación de una carencia: se desea aquello con lo que no se cuenta.


La genialidad de Sócrates - y, con ello, el valor de la actitud filosófica - no se fundamenta en la posesión de un bagaje de saberes ingente. Por el contrario, la suya es una virtud que parte de la prudencia. Y si un genio de la humanidad solo se atrevió a afirmar con certeza un conocimiento tan exiguo, de ello debería surgir para nosotros una importante lección: que para aprender realmente y para poder crecer, primero es menester asumir que siempre hay muchas cosas que no sabemos (incluso en aquello en que nos consideramos expertos). Y que si realmente queremos defender nuestra posición, tendremos que exponerla a los argumentos ajenos, para constatar si los resiste o no. Solo luego de este procedimiento, si nuestra idea sale airosa, podremos decidir mantenerla. Pero siempre sabiendo que será provisional. Que siempre tendremos que tener a mano la posibilidad de dar la razón a los demás o simplemente de declarar nuestro desconocimiento.


Dudar puede ser mejor que estar seguro; en principio por el hecho práctico, constatable empíricamente, de que siempre se asesina en nombre de certezas y nunca en nombre de dudas. Pero además, por un principio heurístico: se trata del paso previo obligado para avanzar y no caer en el dogmatismo. Como afirmara Bertrand Russell: “El problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”.



EL SANO HÁBITO DE LA DUDA